viernes, 10 de julio de 2015

Viernes, 10 julio de 2015. La última estación gloriosa del viacrucis: aleluya




Vía Crucis por la Vía Dolorosa de Jerusalén
 
 
Todo el periplo que hemos realizado en Tierra Santa concluye con el final de los hechos que aquí se rememoran con honda piedad. Y tras todas las palabras vueltas a escuchar in situ, así como tras habernos asomado a los gestos, milagros y encuentros que tuvo Jesús en los distintos lugares de esta tierra bendita, quedaba un plato fuerte donde los haya: aquel viacrucis primero en la Vía Dolorosa de aquel Viernes Santo de la Pasión del Señor.

            Era viernes también, y fuimos atravesando la Puerta de Damasco, todo el zoco impenetrable por la cantidad de musulmanes que acudían a la oración de la Mezquita principal en este día festivo para ellos, con la peculiaridad de que coincidía el Ramadán de su mes de ayuno entre el alba y la puesta del sol. Como buenamente pudimos, y con patentes medidas de seguridad por las calles por parte de la policía y el ejército israelí, llegamos hasta el Lithóstrotos donde comenzamos la primera estación del viacrucis.
 

            No son catorce estaciones al uso, como quien sigue el guión preestablecido por un piadoso argumentario. Son catorce escenas en las que nosotros también estábamos allí representados por lo mejor y lo peor de quienes ven pasar delante a un Dios malherido en su humanidad que de esa guisa rubrica con su sangre la redención inmerecida que vino a traernos. Siempre recuerdo algo que me sucedió la primera vez que hice el viacrucis en Tierra Santa. Estábamos a punto de comenzar esa práctica piadosa cuando de pronto unos chavales traían como se traen unos paraguas tras las primeras gotas, cruces de varios tamaños, manoseadas por la frivolidad turística que consume lo que sea. Se ofrecían a un precio de alquiler totalmente módico: Padre, un dólar. Alquilar una cruz para hacer el viacrucis con semejante trofeo. He pensado en esa escena muchas veces después. Porque hay otro viacrucis que no tiene por domicilio Jerusalén, sino donde cada uno habita. La cruz que se nos carga en los hombros no es de madera, sino la que nos toca abrazar. Esa cruz cotidiana no se alquila ni por un dólar ni por más: resulta escandalosamente gratuita aunque paguemos tan alto precio.
 

            Quizás en la Vía Dolorosa de Jerusalén sea obligado rechazar una cruz burlesca de madera con alquiler de quita y pon. Pero en el viacrucis de la vida la cruz es tan propia, que tiene el nombre, edad y domicilio de cada cual. Ya no se dan esas cruces de alquiler, tan sólo llevamos cada grupo una cruz grande desgastada por la piedad conmovida de tantos peregrinos, y nos preside como enseña en un camino cuesta arriba mientras recordando aquel viacrucis primero subimos con Jesús hacia el mismo Gólgota.
 

            Se nos concedió recorrer este camino de amor extremado hasta la locura de una muerte en cruz (Filp 2,8). El Señor nos dio la gracia de estremecernos ante tan estremecida forma de amarnos que Él escogió para responder a la indiferencia, al desprecio y a la ingratitud de su criatura más querida. Este amor es el que Dios ha tenido con cada uno de nosotros, tomando en serio nuestra felicidad, como nadie y hasta siempre. Él no ha puesto condiciones previas para dársenos hasta el final. Ha respetado de antemano nuestra libertad, aunque la usásemos mal ante a su entrega, blandiendo torpemente el arma del olvido o de la hostilidad. Y Él perdonará siempre, cada vez que siempre hagamos, lo que no sabemos siempre: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34).

             El amor engendra vida y por amar está dispuesto a perderla. Así ha sido el amor de Dios Amor. Y este drama de amor, no ha quedado como gesta añeja de un bonito pasado, sino que Él se arriesga a amar de nuevo; y por abrazar nuestra vida, este Dios será interrogado, torturado, conculcado en sus derechos, mal-juzgado, condenado, matado... No, no es una historia cruel de un ayer de 2000 años. La Pasión de Dios es tan actual como la de cada uno de nosotros. Dios gime hoy hasta la muerte en el hambre, en la injusticia, en el terror, en los sin-sentidos absurdos, en las violencias de tan diversos terrores, en la pena negra de todos los parias juntos, en la soledad más espantosa, en la falta de esperanza, de caridad, en la falta de fe.
 

¿Dónde están las muchedumbres hambrientas y saciadas por Jesús, los enfermos curados... los discípulos predilectamente acompañados? Todos huyeron: por miedo, por incomprensión, por ingratitud. El lance final del drama de Jesús tuvo muchos espectadores curiosos, plañideros y acompañantes furtivos. Pero al pie de la cruz sólo quedan María y Juan. Dos fidelidades que se unen a la de Jesús en el testimonio silencioso de estar ahí: ante el misterio de una masa que pasó de los hosannas al crucifícale con la docilidad de una consigna; ante el misterio incomprensible de la agonía del Hijo y del Maestro. Hora suprema, hora de nona. La Vida está muriendo en una cruz. Sólo hay espacio para un silencio abismado que pueda acoger en los adentros aquél diálogo último del Señor con el Padre: Perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23,34). Así, como quien abre una rendija póstuma al perdón ante el absurdo más injusto e increíble. Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15,34). ¿Quién entenderá este grito supremo de Dios a Dios? Hasta este punto te solidarizaste, Jesús, con nuestra condición humana.

            Todos los abandonos, todos los desgarros, las oscuridades y extravíos, las soledades y miedos, estaban en tu grito, Jesús. Ese grito resuena en todos los abandonos de cada uno de tus hermanos, de cada generación. Y en tu abrazo sublime extendido en la cruz, hiciste también tuyas todas las muertes, toda muerte violentada, amordazada, toda muerte segada por terrores antes y después de nacer, toda muerte de cualquier pecado. Dar la vida como Jesús, sin ficción y hasta el final. El sol se enluta como impotente testigo del ocaso de quien tan hasta el extremo amó. Todo se ha cumplido, e inclinando la cabeza, expiró.
 

            Y así llegamos al Calvario. Era la penúltima estación. Jesús despojado, crucificado, clavando el asta de su cruz en la piedra de una tierra humana que se abrió. El silencio del momento, el misterio más inmenso, tiene forma de cruz en la que Dios nos dice hasta cuánto nos ama como nadie y para siempre jamás. Pero por más que aquella palabra muda se nos impusiese misteriosamente viendo a Jesús morir en la cruz, no fueron las siete palabras las que cerraron eternamente los labios que pronunciaron las bienaventuranzas y nos enseñaron a rezar el Padrenuestro. Había una octava palabra que escuchar, la más grande y definitiva, la que se pronuncia como un canto que no acaba llenando de música y de armonía la vida otrora enterrada.

            Como la noche da paso a la aurora; como el sol reluce tras el llanto de las nubes, y la semilla se hace flor, y la flor sabroso fruto, así Cristo ha entrado en la entraña de la tierra, para salir amanecido. La muerte y todos sus símbolos y sus aliados, no tiene ya la última palabra. Nosotros seguiremos tal vez perplejos, asustados y fugitivos, como los discípulos; o acaso llorosos y desconsolados, como la Magdalena. Siempre así, cuando la muerte, en cualquiera de sus formas, nos acorrala y amenaza. Pero no es la hora del llanto, ni del pánico, ni de la fuga. Jesús resucitará al tercer día, y llenará de sentido todo abandono y toda muerte, haciéndolos encuentro y vida.
Misa en la capilla cruzada de la Resurrección en el Santo Sepulcro
 

            Y con cantos de aleluya en los labios, veremos que se pueden transformar los desiertos en torrentes, las espadas y las lanzas en arados y podaderas, las lágrimas en sonrisas, los lutos y sayales en trajes de danza y de fiesta. Cristo, grano de trigo en la tierra dura y oscura, en el sepulcro de todos los vacíos, resucitará. Y la creación y la historia serán testigos de que aquél sepulcro quedará vacío para siempre. Porque la muerte que en él fue sepultada ha sido vencida, ha sido muerta y en Jesús amaneció para siempre la vida resucitada. Es la que se corresponde con nuestros deseos, es la que expresa nuestro grito de fe.

Como en la mañana primera, Dios vuelve a pasar por nuestro caos para llenarlo de armonía, revistiendo nuevamente de bondad y belleza lo que sus labios creadores de nuevo pronuncian con palabra de eternidad. Al unirnos a la alegría, al aleluya, al albricias de toda la creación y de todos los creyentes, también nosotros queremos ser testigos de su paso entre nosotros, de su paso siempre bondadoso y embellecedor. Y ¿qué debemos testificar? Pues lo que la misma Pascua pro­clama y canta: que la luz vence a la sombra, y la paz a la guerra, que el amor vence al odio... porque Jesús ha resucitado.
Venerando el Santo Sepulcro
 

Quiera Él hacernos ver, y constituirnos en testigos de ello, que todos los enemi­gos del hombre incluyendo a la misma muerte, no tienen ya en nuestra tierra la última palabra. Y que estamos llamados a cantar y a contar este mi­lagro, esta maravillosa in­tervención de nuestro Dios. en medio de todos nuestros dra­mas y dificultades, ha su­cedido algo, ha ocurrido algo, que ha modificado en nuestra historia todos los fatalismos que nos acorralan y atenazan: Jesús resucitado. Sí, vaya­mos al sepulcro, a ese en el que tantas veces quedan sepultadas nuestras esperanzas y alegrías, nuestra fe y nuestro amor, y veamos cómo Dios quiere resucitar­nos, quitar las losas de nuestras muertes, para susurrar en nosotros y entre nosotros una palabra de vida, sin fin, verdadera. El sepulcro hablaba para siempre de una muerte vacía y de la vida habitada.

La resurrección de Jesús es el triunfo de la luz sobre todas las sombras, la esperanza viva cumplida en la tierra de todas las muertes. No hay espacio ya para el temor, porque cualquier dolor y vacío, cualquier luto y tristeza, aunque haya que enjugarlos con lágrimas, no podrán arañar nuestra esperanza, nuestra luz y nuestra vida. Cristo ha resucitado, y en Él, se ha cumplido el sueño del Padre Dios, un sueño de bondad y belleza, de amor y felicidad, de alegría y bienaventuranza. El sueño bendito que Él nos ofrece como alternativa a todas nuestras pesadillas malditas.

Y ahora volvemos a la otra Tierra Santa, igualmente bendita, donde nos aguarda ese mundo familiar, profesional, vecinal, social… que dejamos hace diez días para hacer esta peregrinación a la patria de Jesús. Todo estará igual, con toda su carga de luz y de sombra, con lo que está encauzado y lo que sigue sin resolver, lo que nos llena de gozo el alma y lo que nos arruga las entrañas. La circunstancia de cada uno seguirá siendo la misma, pero tras esta peregrinación puede haber cambiado una cosa muy importante: nuestra manera de mirarla, de abrazarla, de vivirla. Sí, todo cuanto hemos recordado de Jesús, de María, de los Apóstoles, se ha hecho un motivo de renovación cristiana que nos permitirá leer de otra manera los Evangelios, y vivir de modo nuevo todo lo que compone nuestra vida cotidiana. Esta ha sido quizás la sorpresa que pedimos el primer día, una sorpresa íntima y personal, que no pone como condición que cambie el mundo para ser yo mejor cristiano, sino que pide con humildad ese cambio personal como conversión primera, para hacer el pedazo de mundo que pisan mis pies y abarcan mis brazos, un espacio o terruño en donde se escucha y se ve la vida cristiana.

El grupo de peregrinos asturianos, con su Arzobispo, Mons. Jesús Sanz, en el Santo Sepulcro de Jerusalén


+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

 

jueves, 9 de julio de 2015

Jueves, 9 julio de 2015. Dios en su Hijo no nos amó de broma


Panorámica de Jerusalén desde el Monte de los Olivos
 
Los días pasan y el recorrido de esta geografía que custodia una historia santa a la que está uncida nuestra vida, nos ha llevado en este día a los episodios en los que el desenlace de la entrega de Jesús, cobran un tono rojizo y tenso por la pasión que poco a poco se avecina. Jesús no nos amó de broma, como decía la mística franciscana Angela de Foligno.

            La jornada la empezamos en el monte de los Olivos para visitar la edicula del Olivete desde donde Jesús ascendió al cielo y entregó su propia misión a los discípulos. No nos quedamos absortos tampoco nosotros mirando al cielo, y comprendimos que tras veinte siglos de historia cristiana aquella misión se nos ha transmitido también a nosotros que no estábamos en el reducido círculo de aquel especial adiós. Nuestros ojos, nuestras manos, nuestro corazón, nuestro tiempo, nuestro ingenio y talento, nuestra entraña… todo se hace instrumento para que la misión que Jesús nos confió en aquellos siga sembrando al viento de esta época las semillas del Evangelio.

            De allí pasamos al lugar del Padrenuestro. Es la gruta en donde según la tradición Jesús desveló su secreto orante. La gruta se encuentra protegida por el Monasterio de Carmelitas descalzas Pater Noster, fundado en 1868 por la princesa de la Tour d’Auvergne. El recuerdo de la oración enseñada por el Maestro ha motivado el que las paredes del claustro aparezcan cubiertas con tan bella oración, escrita en la lengua nativa de un largo número de pueblos de todo el mundo como luego diremos. Los discípulos le veían madrugar cada día y casi trasnochar tras cada atardecer, para en soledad habitada hablar con el Padre Dios. De ahí que en un momento de confidencia, cuando vieron que volvía de orar, un anónimo discípulo le dijo aquello que para tantos luego se ha convertido en una misma oración: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). Y Jesús desgranó esa maravillosa oración en cuyas siete peticiones se concentra toda la vida cristiana: desde la invocación al Padre y la gloria de su santo Nombre, hasta desear que no se frustre en nosotros lo que Él ha soñado para la tierra como no se frustra lo que es realidad en el cielo; y que no nos falte el pan de cada día, como tampoco la paz del perdón fraterno que sea espejo del perdón misericordioso que recibimos de Dios; para concluir con humildad que no seamos tentados hasta caer, y por ello que seamos librados del mal y del maligno siempre.

            En un momento de oración silenciosa también nosotros pedimos esa misma gracia. El guía técnico que nos acompaña, natural de Belén, nos pronunció el Padrenuestro en la misma lengua aramea que hablaban Jesús y los discípulos. Realmente nos conmovió la dulzura de esas palabras que escuchamos con devoción como dirigidas también a nosotros. No faltó, tampoco en esta ocasión, que al final recitásemos nosotros el Padrenuestro en asturianu siguiendo la versión que se encuentra en uno de los corredores plasmado en una cerámica que hace años llevó nuestro actual Delegado de Peregrinaciones, D. Javier Suárez. Estoy seguro que Dios también entendió nuestro bable para pedirle lo que aquellos discípulos le pedían en arameo.
Misa en la capilla Dominus Flevit
 
            Comenzamos a descender el Monte de los Olivos, e hicimos una parada en la capilla llamada “Dominus flevit”, que recuerda ese momento en donde Jesús mirando a Jerusalén prorrumpió en llanto por la ciudad santa. Allí pudimos celebrar la Eucaristía de este día. No sólo el Señor abrió su corazón a los discípulos en momentos de grande confidencia e intimidad, sino que también dejó traslucir sus propios sentimientos en algunas ocasiones: se ensimismó viendo jugar a unos pequeños en la plaza, no se distrajo ante el gesto de una pobre anciana que entregaba lo que necesitaba como ofrenda para el Templo, o cuando salió en defensa de una mujer en el trance de ser lapidada posiblemente por sus clientes de horario nocturno, o aquella ocasión que paró la comitiva fúnebre de una madre pobre viuda que apenada iba a enterrar a su hijo único. El apóstol Pablo dirá a los cristianos de Filipos que tengan los mismos sentimientos de Cristo Jesús (Filp 2,5). Y entre estos sentimientos, está también el llanto del Señor. Él se emocionó hasta las lágrimas ante la noticia de la muerte de su amigo Lázaro. Y también, como recordábamos en ese lugar del Dominus Flevit rompió a llorar ante la vista de Jerusalén cuando sus días estaban ya próximos a terminar.



            Hay un libro conmovedor del fundador de Ayuda a la Iglesia Necesitada, esa asociación católica que desde la II Guerra Mundial salió al encuentro de las víctimas de esa y de tantas guerras que dejan a las comunidades cristianas totalmente desvalidas. El Padre Werenfried van Straaten, escribió ese libro que se titula así: “Dios llora en la tierra”. Es un relato realmente emotivo de cómo el Señor sigue vertiendo lágrimas en las tragedias de todos sus hijos. Jerusalén aparece ante la mirada de Jesús como un símbolo de la historia humana que no ha realizado el viejo sueño eterno que Dios le confió, y su historia era y sigue siendo una historia chafada que no ha logrado contar el relato de paz y de amor que allí el Señor quiso proclamar. El rechazo con el desdén más blasfemo, se hacía desprecio del último y definitivo enviado, Jesús, el Mesías esperado que Jerusalén no quiso reconocer.
Lugar de la Ascensión

 
 

Los peregrinos asturianos, en el lugar de la Ascensión
        
Escuchando las explicaciones de d. Jorge Juan Fernández Sangrador
 
    Pero cada uno de nosotros es una Jerusalén en pequeño. Porque también nosotros hemos sido soñados y queridos por Dios; también a cada uno Él nos ha querido hacer partícipes de una historia bondadosa y bella que ha querido que realizásemos en el tiempo de nuestros años y en el escenario de nuestro lugar, con aquellos que nos puso al lado por diferente motivo humano, vocacional o profesional. Le pedíamos a Jesús que no seamos motivo de sus lágrimas sobre nosotros, que ninguno provoque el llanto en los ojos de Dios porque tampoco nosotros, como sucedió con Jerusalén, hemos reconocido en los tramos de nuestra vida lo que Dios nos daba, lo que nos pedía, aquello que habría debido crecer y madurar hasta vivir la vida cristiana de modo auténtico y santo.

            “Mujer, ¿por qué lloras, a quién buscas?” (Jn 20,15), le preguntó Jesús a María Magdalena. También nosotros lloramos, pero ¿cómo se llaman nuestras lágrimas y qué motivo tiene nuestro llanto? Esto se lo preguntamos al Señor en esa santa Misa, recordando precisamente sus lágrimas ante la Jerusalén que nosotros veíamos como un gran retablo tras el cristal detrás del altar.
Gruta del Prendimiento en el Huerto de Getsemaní
 

Peregrinos asturianos veneran la roca de la agonía, en Getsemaní
            Por último, visitamos un lugar que es siempre entrañable lo que evoca. Llegamos a esa almazara de Dios que fue Getsemaní, con la prensa de aceite (esto es lo que significa el nombre de ese famoso huerto) en donde no fue el óleo dulce de unos olivos, sino la sangre oscura que allí sudó Cristo.
Mons. Jesús Sanz, venerando la roca de la agonía, en Getsemaní
 
 

            Tres escenarios como en un relato correlativo, nos dan la idea de aquella hora larga que duró tamaña vigilia. Primero la oración de Jesús, después las tres veces que interrumpe para encontrar ayuda y consuelo en unos discípulos dormidos de cansancio y ajenos a lo que allí se estaba fraguando, y finalmente el prendimiento.

            La hora que otras veces impidió que prendieran al Señor, o que le despeñaran, ahora había llegado como las campanadas de un amor extremo. Era la antesala inevitable de la gran decisión, una hora interminable. Toda su humanidad, toda su libertad humana, en el trance de experimentar con todo su realismo qué significa dar la vida, de verdad. No bastó lo mucho que hizo y habló. Había que mostrar en una postrera y cruel lección que “nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Y esta era la gran prueba desmedida de su Amor sin medida. Tú solo, Señor, solo entre el cielo y la tierra, solo junto a quienes ignorantes y abrumados se caían de sueño, solo junto a quienes cegados y manipulados te buscaban como a un malhechor. Tú ante el Padre, en el diálogo más difícil y más humano, hasta sudar sangre. Huerto de oración filial, huerto de besos mentirosos, huerto de cansancio somnoliento. Huerto en el que abrir el primer triduo pascual. ¿Dónde estoy yo en aquel huerto?

            Jesús llevó consigo a los tres discípulos más íntimos. Juan, Santiago y Pedro. Como en el monte Tabor, cuando vieron todo el resplandor de Dios, ahora le verán a oscuras y hundido. Sudor de sangre en la presión del dolor más indebido. La respuesta de aquellos tres discípulos fue sin más el bostezo y un quedarse dormidos. Señor, perdona nuestra pobre mediocridad durmiente, cansina y lenta, que hacer estar ausentes cuando más presentes deberíamos estar.

            Judas salió apresurado con la prisa de todo su temor, quizás tejido también de miedo. Allí estaba con los cómplices de su cacería. Aquella noche era la caza más grande, la caza mayor, tratándose como se trataba de cazar nada menos que a Dios. Urdieron una estrategia, torpe, cobarde, desproporcionada. La contraseña fue extrañamente un beso. Nunca un beso ha sido expresión del desamor más infinito, de la traición más interminable. Y para decirle su desprecio a Cristo, Judas le besó. Todos le dejaron solo. Todos sus discípulos huyeron corriendo dejando atrás lo que hiciera falta, aunque en la fuga perdieran hasta el vestido, como expresión plástica de la desnudez a flor de piel, de un miedo sin lienzo y sin pudor.

En Litostrotos, Vía Dolorosa de Jerusalén
         
   Nunca un beso manchó tanto el amor, como ese de Judas. Nunca un beso escenificó tanto el engaño. Este discípulo, acaso fue el más inteligente y el que antes comprendió la verdadera razón de todo cuanto el Maestro hacía u omitía, decía o silenciaba. Por eso se desengañó de un Mesías que estaba dispuesto a vivir y a morir entre los hombres por una única causa: la gloria de su Padre Dios y la salvación de sus hermanos. Todo lo demás, ya fuera político, civil o religioso era valorado desde este criterio absoluto. Y Judas no aguantó que su Maestro no se plegase a sus pretensiones más o menos guerrilleras de expulsar al romano invasor.

            Qué fácil es, Señor, querer uniformarte con nuestros emblemas y estandartes, qué manía con tenerte de aliado en todas nuestras guerras locales y mundiales. Y también hoy tantos te invocan, y te piden bendición, para hacerte cómplice y mecenas de sus graves pretensiones sobre Ti y sobre la historia. Antes o después, acabamos descubriendo que no te dejas domesticar, y ensayamos el beso traicionero para matarte en el paredón piadoso de todos nuestros olvidos, escándalos y lamentos.

            El más solo que quedó, hasta desesperarse, fue el mismo Judas. No sólo huía de la escena, no sólo huía de Jesús, él puesto a la fuga llegó a huir hasta de sí mismo, y entonces Judas se ahorcó. Señor, qué fácilmente usamos nuestros subterfugios para exhibir nuestros odios, nuestras cobardías, nuestras acciones y omisiones, con un lenguaje o con un signo de amor, como aquel beso de Judas, falso como el Judas que te besó.

 

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

 

Miércoles, 8 julio de 2015. Alrededores de la divina infancia: Ain Karem y Belén

Mons. Jesús Sanz, ante la escalera por la que bajó Jesús después de la cena a Getsemaní

Iglesia de la Visitación 

No faltó ayer la renovación de nuestro bautismo. Era justo lo último antes de subir a Jerusalén. En el lugar más verosímil del bautismo del Señor, nosotros renovamos el nuestro. Los allí presentes con la edad de nuestros respectivos años, estábamos con el relato real de nuestra historia humana y cristiana. Y el inicio de ambas coincidieron casi en el tiempo con el bautismo que recibimos muy pequeños casi después de nacer. Allí había una historia todavía no escrita y al mirar hacia atrás uno se sorprende por los vericuetos que nos ha llevado la Providencia y la vida, lo cual era impensable ni siquiera intuible en el momento de ser hechos cristianos. Por eso, al renovar el bautismo como hacemos en la noche de Pascua, pronunciamos las renuncias a una vida que no es cristiana y que nos arruina el maligno, y confesamos la fe de la Iglesia recitando el credo. Momento de volver a comenzar, poniéndonos con una conciencia que el día de nuestra bautismo no teníamos, para desear y querer vivir las cosas como verdaderos cristianos.
            Este día ha tenido básicamente un encuadre que nos conduce al comienzo de la historia humana de Dios. En primer lugar fuimos a Ain Karem para hacer memoria de la visitación de María a su prima Isabel. Ahí encontramos una escena en la que Dios nos deja traslucir su insólito plan para venir a salvarnos. Y es que a Dios le encanta lo pequeño. “Dios ha mirado  la pequeñez de su sierva” (Lc 1,48), dirá María. Ya lo profetizó Miqueas cuando veía en Belén, pequeña entre las aldeas de Judá, la puerta por donde saldría el Salvador de Israel (Cfr. Miq 5,2).
            María posibilitó que se cumpliesen todas las profecías, todos los deseos de los hombres, todas las aspiraciones nobles y verdaderas del corazón de la humanidad. El cumplimiento fue Jesucristo. Sin embargo, inútilmente buscaremos a María en las galerías de la fama, en los ghettos del poder romano, en la jet-set de entonces, o en los círculos intelectuales griegos. Y a pesar de esta falta de notoriedad, María ha sido el ser humano más decisivo, quien ha posibilitado que junto a la historia del terror, de la injusticia, de la violencia, de la mentira, junto a esa historia de pecado y perdición, pudiera completarse otra: la historia de la bondad, de la justicia y la paz, de la ternura y misericordia, de la verdad y el amor, la historia de la gracia y la salvación.
Peregrinos asturianos en Galli Cantu

            Subimos hasta la iglesia de la Visitación despacio, a primeras horas de la mañana en esa zona montañosa de Judá. Íbamos rezando el rosario, ofreciendo cada misterio por diversas intenciones: las madres gestantes, las madres que han abortado, las madres que han dado a luz, las madres que fueron ya llamadas por el Señor, la familia y sus retos…
Sobre María recae la 1ª bienaventuranza, que Lucas pone en labios de Isabel indicando porqué será dichosa para siempre: “Dichosa tú, porque has creído” (Lc 1,45). La bienaventuranza de María se alimenta en su confianza ilimitada en el Señor, en haberse dejado amar, escoger y enviar por el Señor. Por eso Jesús situará la grandeza de María, ante un espontáneo piropo que le hace una mujer del pueblo, no en primer lugar en la maternidad divina, sino en lo que hizo posible ésta: “dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron. Pero él repuso: dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan” (Lc 11,27-28). Y esto es lo que hizo María. Por eso todas las generaciones la llamamos bienaventurada (Cf. Lc 1,48).
            La 2ª confesión de Isabel hacia su prima es: “porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1,45). La escucha que hace María de la Palabra de Dios, la acogida de su designio y misión, no es una aventura vacía y absurda. Ella prestará su oído y corazón a Alguien que cumple sus promesas, a Alguien que no engaña ni manipula, a Alguien que toma en serio la felicidad humana y no trafica con ella para obtener votos tramposos o consumos materialistas.
Los peregrinos, ante el lugar del nacimiento de San Juan Bautista


            Sólo quien no censura sus preguntas y no maquilla sus esperas, quien las vive a la intemperie, se llena de asombro ante el abrazo de Dios que se hace respuesta, visita, promesa cumplida. Hay muchas preguntas, muchas esperas colgando en el aire de nuestro tiempo. ¿Tendremos fe y confianza los cristianos para escuchar la Palabra de Dios, acoger sus promesas siempre cumplidas y consentir que Dios nos llene de su gracia, como María?        Habría que salir con prisa a las montañas de la historia actual, para saludar a los hombres con palabras de Vida, de paz y de bondad, con Palabras hechas carne de amor y amistad. Sin duda que, siendo portadores y portavoces de esa Vida, Dios-en-nosotros, tantas cosas, tantos sueños y esperanzas, que están escondidas, dormidas, sepultadas tal vez, en el corazón de la gente, saltarían de gozo como saltó la criatura que Isabel llevaba en su seno ante la visita de una María habitada por Dios.
Todos hemos oído tantas veces ese relato en donde dos mujeres, una estéril y otra virgen, se encuentran cara a cara siendo ambas testigos de un milagro. Que donde la vida no cupo jamás o donde no cabía todavía, de pronto llamó a la puerta con toda su luz, con toda su fuerza, como irrumpen así las cosas divinas.
            Esto se le dijo a María, como recordamos en Nazareth: mira a tu prima Isabel. Ella, la que era señalada con escarnio como “la estéril”, estaba ya de seis meses gestando a Juan Bautista. Y María fue a ver, fue a mirar, no como quien curiosea picada por el morbo de una increíble noticia, no como quien quiere comprobar embargándole la duda secreta, ni siquiera simplemente como quien va a echar una mano a quien esperaba un hijo en avanzada edad. María fue hasta Isabel para reconocer algo mucho más grande: el milagro de cómo Dios hace cosas posibles lo que a los hombres nos resulta tantas veces imposible. Isabel esperaba a Juan el Bautista. María esperaba a Jesús. Ambas eran testigos de esa posibilidad de Dios que llega en la hora moza o en la postrera. Pero en cualquier caso, era el momento convenido en el tiempo de Dios, cuando llegó su hora, en la plenitud del prometido y esperado acontecimiento.
            Dios siempre nos espera y tiene a punto el reloj para ofrecernos el don de mirar las cosas en la gracia de su tiempo. Siempre tenemos que estar atentos a las palabras de Dios, a sus guiños y a su constante compañía. Él siempre está, y nos habla de mil modos, y se nos ajunta en cualquier circunstancia. ¡Si tuviéramos oídos para escuchar, corazón para acoger, y ojos para verle continuamente pasar! ¡Sí, si tuviésemos ojos para ver pasar a Dios, reconociendo sus correteos cuando se nos aviene como el Padre de la parábola del hijo pródigo, o sus pausas para esperarnos cuanto otea en lontananza nuestro regreso humillado y cansino!


Mons. Jesús Sanz con los peregrinos, en la gruta de los pastores en Belén

            El resto del día fue dedicado a Belén. Las majadas de los pastores a quienes el ángel anunció la Buena Nueva y la cueva en donde nació el Salvador. Aquél “hoy” que les fue dicho a los pastores (“hoy os ha nacido el Salvador”), se convierte en la fecha que coincide con la edad de cada cual, en este momento, en nuestra circunstancia. Porque habría que hacer o decir tantas cosas, que uno no sabría justamente por cuál comenzar. Pero el nuevo inicio debe parecerse al que Dios mismo optó para venir a decírnoslo todo, lo más importante y lo más trivial que permitiera que creciésemos personalmente, entre nosotros y ante Él. Hemos de asomarnos a la opción de Dios cuando decidió devolvernos a su paraíso perdido sacándonos de tantos de nuestros paraísos de perdición.
  Así fue la escena. Era joven aquella mujer, primeriza mamá. Tenía en sus brazos a su recién nacido, al que amamantaba, al que acariciaba, al que decía ternuras mientras miraba sus ojitos de bebé. ¿Qué canción de cuna le cantaba María a aquel pequeño? Y es que… Aquel a quien estrechaba contra su pecho, era el hijo de sus entrañas y era al mismo tiempo Dios.Aparentemente no había cita previa, sino tan sólo el cumplimiento del tiempo de Dios que desde hacía siglos venía avisando que iba a nacer aquel especialísimo bebé, que era su Hijo querido, y que nos lo enviaba como el Mesías para nuestra salvación. No se avisó a la prensa, ni tampoco los potentes estaban informados de cuanto sucedía en aquel pequeño rincón perdido que todavía no figuraba en las guías de turismo religioso.  Unos se empeñaban en esperarle en los foros de los doctos, otros en los fortines de la soldadesca, otros quizá entre los poderosos de entonces y de siempre. Pero no era ese el plan. Y nadie, casi nadie se enteró. Pero no por ello Él dejó de venir. No por ello dejó de suceder aquel milagro. Era noche buena como pocas, una noche buena como ninguna. Y sucedió aquello que los sencillos esperaban porque Dios lo había prometido y en aquella hora cumplió para siempre lo que estaba escrito como espera y exigencia en sus corazones. Dios hecho hombre, hecho historia nuestra capaz de brindar nuestros gozos y sollozar nuestro penar. Para decirnos lo eterno, quiso aprender nuestra lengua a fin de balbucirnos un amor que no caduca, una paz que no claudica, una fidelidad que no traiciona. Verbum caro factum est. La Palabra se hizo carne. Dios se humanó para hacernos a nosotros verdaderamente hijos suyos y hacer posible la hermandad.Bien pudo Dios imaginarlo y realizarlo de otra manera, y haberse encarnado en los estamentos del poder, o del saber, o del tener. Pero Él no escogió los tronos y los cetros de los que gobernaban, ni los areópagos y foros de los que bienpensaban, ni los fastos y multinacionales de los que acumulaban. Tal vez, desde nuestra mejor buena voluntad, no se nos habría ocurrido mejor método para vender bien las verdades de Dios y acrecentar su eterno prestigio. Martín Descalzo escribió magistralmente que “los hombres, siempre aburridos y seriotes, se habían imaginado al Mesías anunciado de todos modos menos en forma de bebé... Esto tenía más aspecto de broma que de otra cosa. ¡No era serio! Y sin embargo aquel bebé, que iba a comenzar a llorar de un momento a otro, era Dios, era la plenitud de Dios. Y se había hecho enteramente hombre. El mundo que esperaba de sus labios la gran revelación recibió como primera palabra una sonrisa y el estallido de una pompa en sus labios rosados”.
Misa en la capilla de San José (Belén)


  Dejemos crecer a este pequeño Dios que con nosotros quiere seguir creciendo, y que nuestra vida cristiana pueda madurar como maduró la del Niño Jesús. Aquello aconteció cuando un silencio todo lo envolvía y la noche estaba a la mitad de su carrera. Y aquí y ahora estamos nosotros, testigos en nuestra peregrinación de aquella noche dos mil años después. Y lo somos en medio de nuestros apagones, de nuestros fríos y nuestro estrés. No sólo vino Dios entonces, sino que viene ahora y después, para poner su luz que nadie puede apagar, su ternura cálida como la gracia, y su paz que llena de sereno sosiego nuestra alma y nuestra agenda.





+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo


miércoles, 8 de julio de 2015

Martes, 7 julio de 2015. Subiendo a Jerusalén desde Jericó


Los peregrinos, en la iglesia del Buen Pastor de Jericó

Subir a Jerusalén… Este es uno de los estribillos que San Lucas nos presenta para contarnos el relato de su evangelio. Todo va sucediendo según se sube a Jerusalén, como en una larga crónica o diario de viaje donde se van anotando palabras, escenas, encuentros, signos y milagros. Es la vida misma con todos sus registros la que ahí va apareciendo desde la mirada y los labios de Jesús cuando sus ojos ven lo que tiene delante y su palabra susurra una esperanza distinta.
            Hicimos el descenso tremendo desde Ammán hasta el Río Jordán de nuevo, constándonos casi tres horas superar los trámites de la aduana jordano-israelí, con algún episodio que es mejor olvidar. Pero la vida también está hecha de momentos ingratos en donde el nerviosismo de un funcionario o una funcionaria, si además del miedo y amenazas que por estos lares se gastan por los continuos atentados terroristas, se da que alguno de ellos tengan prepotencia, entonces está servida la humillación a la que te someten sin que puedas hacer casi nada. Pero bueno, vale la pena olvidar lo que no vale la pena: se ofrece a Dios y no dejamos que nos robe un instante la paz ni la sonrisa. Es inmensamente más grande lo que aquí estamos viviendo, viendo y recibiendo, que una anécdota desagradable que no puede empañar la gracia de estos días.
            Una vez ya en el territorio israelí, hicimos una pequeña parada para llegar al Mar Muerto. Lo vimos hace dos días desde la atalaya del Monte Nebo. Ahora tocaba acercarse, meterse en él y experimentar ese baño de gran densidad salina en el punto más bajo de la Tierra. Se le llama Mar Muerto porque en él no cabe la vida. Tan sólo el agua y los minerales de diverso tipo. Pero también es Mar Muerto porque se está muriendo cada día. Nos decían que cada año baja un metro toda su capacidad por diversos factores. Si no se interviene para evitarlo en lo que de los hombres depende (y algo depende de ellos esta disminución tan progresiva), en muy pocos años hablaremos del Mar Muerto como una sima vacía recubierta de sal.
Pensé en la responsabilidad que tenemos ante la Creación que Dios ha querido confiarnos, tal y como nos acaba de recordar el Papa Francisco en su encíclica “Laudato sii”. Formamos parte de un sueño de Dios, fuimos eternamente pensados y queridos por Él como criaturas distintas de una creación bella y bondadosa. Dice Francisco conmovido: “¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: «Antes que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía» (Jr 1,5). Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario»” (LS 65).
          Pero tenemos tal interdependencia que no podemos cuidar o destruir lo que nos rodea sin que eso afecte al resto de la creación: “Dios nos ha unido tan estrechamente al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una mutilación” (LS 89). Cuidar y proteger esa casa común, más allá de los intereses económicos, políticos, consumistas, es un modo de salir al encuentro de los hombres más pobres:  “Dios creó el mundo para todos. Por consiguiente, todo planteamiento ecológico debe incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos fundamentales de los más postergados… Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella sustente a todos sin excluir a nadie ni privilegiar a ninguno” (LS 93).
            Ante el Mar Muerto que se sigue muriendo, dilatamos nuestra mirada para contemplar esta casa común en la que Dios quiere que vivamos esa “ecología integral”: amar a Dios y lo que Dios ama, cuidar de los seres que nos rodean empezando por las personas humanas, y entre éstas las que pueden estar más necesitadas.
            Mientras se iban secando el pelo los que se zambulleron en el agua mullida de este Mar zalamero con sus barros y lodos, su calma sin olas, su flotador de sal, nos dirigimos a Jericó la gran ciudad. Un verdadero cruce de caminos, parada obligada de caravanas que hacían todas las rutas comerciales con la seda y las especias. Es la ciudad más antigua del mundo con más de diez mil años de historia. Está situada en la Cisjordania cananea y representa todo un vergel que se levanta enhiesto en medio de un desierto abrasador de tierras quemadas y rocas en la montaña calcinadas.
En la iglesia de Jericó

Mons. Jesús Sanz, junto con el Vicario General de la diócesis, d. Jorge Juan Fernández Sangrador


            Jericó nos trajo dos momentos que recordamos: Zaqueo y Bartimeo. Son dos historias bien distintas y sin embargo tienen un hilo conductor común: que eran ciegos aunque de distinta manera. Zaqueo era ciego por su amistad con las tinieblas de sus fechorías oscuras, injustas, pendencieras, insidiosas. Posiblemente era el más odiado de la ciudad, cuyo odio contenido con la envidia no logró mover un centímetro ni conmover un instante el desastre de su vida tan perdida. Su baja estatura le hizo subirse a un sicómoro y encaramado en sus ramas ver a Jesús que pasaba. Seguro que al Maestro le habían advertido de la pieza de museo que era Zaqueo, y de cómo su insolidaria fechoría hacía de él alguien non grato en toda aquella ciudad.
            Al pasar Jesús y su comitiva, alguien le avisaría al Maestro que el de aquella rama era el famoso Zaqueo. Podemos imaginarnos la escena: se paran, le mira y le dice aquello de “baja pronto, porque conviene que hoy me quede contigo... hoy ha entrado la salvación a esta casa” (Lc 19,1-10). Y en aquella cena la vida de aquel hombre cambió por un encuentro que no figuraba en su agenda de aquel día. Jesús no hablaba de promesas, de estrategias y planes, de programas... futuros. El decía: ya, ahora, hoy es tiempo de buenas noticias. Así fue con Zaqueo. Así cuando le dice al buen ladrón, Dimas: “yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso” (Lc 23,43).
            La catequesis de los primeros cristianos, la que hace Lucas con Teófilo, no consiste en contar cosas de Jesús; no era un recuento anecdótico, sino la transmisión de una Palabra y una Presencia ¡vivas! Y por eso sufrieron cárceles como la de Pablo, por afirmar ante Festo y el rey Agripa que “un tal Jesús, ya difunto, él se empeña en sostener que está vivo” (Hch 25,19); o sufrirán martirios como Esteban, y Pedro y los primeros discípulos.
            Sólo podré entender a Jesús, sólo podremos alegrarnos de su anuncio, si éste nos trae una salvación real para nuestras prisiones, pobrezas y cegueras reales. Tendremos que reconocer, sin maquillaje ni ignorancias culpables, cuáles son las cosas que nos esclavizan, las que nos empobrecen y ciegan. Aguantar el tirón y el vértigo de que no todo es tan libre, ni tan autosuficiente, ni tan claro como nos creemos o nos hacen creer. Pero en el realismo de nuestras dificultades cotidianas, allí donde brotan los barrotes que esclavizan, los consumos que empobrecen nuestro corazón, las oscuridades que nos ciegan, allí es donde somos convocados para escuchar el  hoy de nuestra salvación, el hoy de nuestra libertad, de nuestra alegría y de nuestra luz. Somos llamados al abrazo de Dios en su hoy, y a prolongarlo desde nuestra comunidad cristiana, desde nuestro hogar, desde nuestro corazón, para que los cautivos de hoy, los pobres de hoy y los ciegos de hoy, puedan experimentar otra historia, otro “hoy” que sepa a buena noticia, a evangelio. Para que aquel “hoy” de hace dos mil años, sea también tan actual para nosotros, como presente está Dios entre nosotros.
Peregrinos asturianos, en Jericó

            Bartimeo tenía otro tipo de ceguera. Nunca había visto la luz, pero no podía renunciar a ella. Jamás había visto los colores, pero no se podía resignar al color negro de quien no ve nada en la vida. Tenía nostalgia de esa luz que jamás había visto. Jesús y los discípulos estaban ya saliendo de esa Jericó bellísima, fértil y amable, acaso también tentadora para quedarse allí y ahorrarse así la tragedia que a Jesús le esperaba si continuaba su viaje hacia Jerusalén. Pero aquella belleza ni siquiera constituía una tentación al ciego Bartimeo. Sus ojos cerrados le tenían allí postrado al borde del camino pidiendo limosna. Invidente y mendicante, sin luz y sin hacienda, orillado en el sendero. Debió escuchar más jaleo del usual y preguntando qué pasaba o quién pasaba, le respondieron que era Jesús. Entonces él comenzó a gritar: “Hijo de David, ten compasión de mí”. Debió hacerlo con tanta fuerza e insistencia que llegó a molestar a algunos del cortejo de Jesús.
            Bartimeo, que no podía andar a causa de su ceguera física y que le tenía allí postrado y limosnero, tenía más luz interior que bastantes de los que acompañaban al Señor. Un ciego que no puede andar y unos viandantes con ceguera en el corazón. No se debe censurar el grito de la vida. Es el grito de quien sabe que ha nacido para ver y para andar, y no acepta una resignación imperativa de tener que contentarse con limosnas inmóviles. La creación entera grita gemidos de parto, dice la carta a los Romanos, indicando que en la historia de los hombres no todo es bello, ni bueno, ni justo, ni verdadero. Y entonces la misma creación se resiente, se rebela, y de mil modos grita a través de los hambrientos de todas las hambres, a través de los invidentes de tantas cegueras y a través de quienes sufren ataduras en su libertad o en su corazón. Todos estos gritos desafinan, molestan, crean conmoción. La tentación siempre es la de acallarlos, la de censurarlos en algún sentido. ¿Quién tuviera los oídos de Dios para escuchar tantos gritos y responderlos adecuadamente?
En el río Jordán, renovando las promesas bautismales

            En el camino de Jericó, porque pasaba Jesús, Bartimeo no dejó de gritar, y cada vez más fuerte, como quien dice a su modo urgente e intempestivo que lo suyo no debe perpetuarse, que no ha nacido para eso. La vida amordazada, acorralada, mutilada o censurada... no dejará de gritar y de gritarse. “Jesús, Hijo de David, ten compasión de mi”, es la oración de todos los pobres y sencillos que han querido alguna vez levantarse de sus cegueras y de sus forzosas postraciones. Jesús le curó alabando su fe y Bartimeo se levantó y lo siguió como discípulo. Había encontrado la Luz y abandonó su ceguera; había hallado el Tesoro y dejó de pedir limosna; había encontrado el sentido de la vida, y se puso a caminarlo, abrazado a Aquel que es Camino y con nosotros Caminante.
El grupo de peregrinos, en la iglesia de Betania




+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
Arzobispo de Oviedo